Por Roberto Silva Bijit
Fundador Diario “El Observador”
Septiembre se viste de volantines en los campos y cerros de la zona, donde las familias van a buscar espacios sin cables. Los niños felices con su delicada ilusión.
Subir un volantín al cielo tiene una magia especial. Subimos un papel de colores que manejamos con un hilo y lo levantamos tratando de acercarnos a las nubes.
Para que suba, como en la vida, hay que soltar el carrete, dejar que corra. No hay otra manera de avanzar, de soñar con la altura.
El volantín es nuestro pájaro de papel. Un ave que podemos construir y que podemos hacer volar. Que se cruza por sobre nosotros y hace pasar sus colores por ese pedazo de cielo que tenemos arriba de nuestras cabezas.
El volantín es muy lindo y muy antiguo.
Cuentan que, al igual que tantas otras cosas, comenzó en China. Un general llamado Han-Sin, 200 años antes de Cristo, elevó por primera vez una cometa para anunciar –en pleno combate- que venían refuerzos. Fue la señal de esperanza para las tropas que estaban complicadas.
También ahora el volantín es una señal de esperanza, porque en medio de todas las repetidas torpezas y corrupciones de los políticos, encumbrar uno en septiembre es volver a creer que la Patria puede ser tan libre como nuestro volantín. Es no creer que nos iremos cortados o no pensar que alguien se está poniendo hilo curado para mandar al otro a pique.
Una competencia de volantines -al igual que una elección- debe ser limpia, sin vidrio molido pegado al hilo, sin puntas sobresalientes para atacar al otro. Lo ideal es que cada volantín demuestre su capacidad de volar, sus colores, la elegancia con que se desplaza por el cielo y su interés en cuidar a los otros volantines, entendiendo que en el cielo de Chile nadie sobra, todos nos necesitamos y queremos jugar con seguridad y sin ser atacados por la espalda.
Como el tráfico entre Oriente y Europa estuvo cortado por casi mil años, debido al desconocimiento de rutas y de aventureros capaces de emprender el viaje, el volantín llegó a manos de los europeos recién cerca del año 1200.
A Chile llegó alrededor de 1750. Lo traían unos padres benedictinos que rápidamente lo hicieron muy popular. Un experto en volantines fue Ambrosio O`Higgins, del que se dice que ganó varias competencias. Como llegó de España se trajo también sus otros nombres: cambucha, pájaro, dragón.
El volantín se hizo tan famoso que está considerado el más importante de nuestros juegos coloniales. El problema fue que generó también sus trastornos, ya que caía en picada sobre las personas, desarmaba algunos techos de tejas débiles o los niños cruzaban propiedades ajenas para recoger algún volantín chupete que se había ido cortado.
Fue tanta la fiesta de competencias que armó el volantín, que ya en 1795 tuvieron que dictar una orden para restringir su uso. Casi cien años después, en 1875, volvieron a reglamentar su utilización, condenando a seis días de prisión a quien causaba daños con su volantín.
Claro que recientemente, en el año 2013, se dictó la ley Nº 20.700, en contra de quienes fabriquen, acopien o comercialicen hilo curado, los que arriesgan multas de entre siete y 34 millones de pesos y penas de entre 61 a 541 días de presidio. Ahí la cosa se puso grave.
La alegría que viene con la primavera y los preciosos y valorados soles de estos días, nos llevarán a que salgamos de nuestras casas y tratemos de encumbrar un sueño, elevando un volantín, enviándole un mensaje con ese papelito que sube y sube, hasta llegar a nuestra ave de papel.
Dichosos los que pueden jugar y más dichosos aun los que pueden encumbrar su propio volantín para soñar desde lo alto.
*Imagen de Redes Sociales.